Ya
no tengo justificaciones para mis actos de mal juicio. Lo correcto es
admitir que me equivoqué y hacer las correcciones del caso. Tratar de
evadir mi responsabilidad, no hacer frente a la verdad sería una actitud
infantil que iría en detrimento de mi recuperación. Si el orgullo nos
enferma entonces su opuesto, la humildad, es lo que nos sana. ¿Y qué es
la humildad? Es andar en la verdad y eso implica aceptar la realidad. No
puedo disfrazarla con palabras bonitas ni astutamente
acomadarla de una manera convincente a mi conveniencia. No es fácil
cuando se me ha enseñado que lo más importante es tener la razón y
evitar la culpabilidad por haber actuado incorrectamente. Abandonar una
creencia tan arraigada cuesta aunque sea incorrecta. Pero solo aceptando
mis fallos puedo reconocer las áreas en que estoy mal y trabajar por
mejorarlas. Voltear la cara y pretender no verlas asegura mi
estancamiento espiritual y mi sufrimiento.
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