Unos años
atrás, empecé con unos amigos una pequeña empresa. Tuvo bastante crecimiento pese
a las enormes limitaciones que afrontamos. Sentía una gran frustración al ver
el potencial de la empresa y no contar con los medios suficientes para darle el
crecimiento que podía tener. Era como tener un tesoro que no se podía
aprovechar. No estaba siendo subjetivo, porque otras personas fuera del negocio
lo veían. Se tenía todo excepto el capital suficiente y esa falta de dinero nos
llevó a tomar la decisión de incluir en el negocio gente que no conocía sobre
él, lo que al final afectó nuestras fortalezas. Cambiar libertad por seguridad
fue un golpe mortal. Todo se vino al suelo.
Cuando considero el potencial desperdiciado de la mayoría de las personas,
siento esa misma frustración. Reconozco que me entristece mucho ver a la gente
que no se trate ni sea tratada dignamente. El valor de cada persona es enorme y
cuando veo limitadas sus capacidades para ser lo que todos podemos y debemos
ser, vuelvo a tener esa sensación de ver tesoros enterrados que no son usados.
Siento que estoy entre millonarios que viven miserablemente. Tiran sus
diamantes para abrazarse a la basura. Y lo que es peor, ya están resignados a
vivir así. Solo algunos pocos alimentan la chispa de rebeldía contra la esclavitud
interior. Sueltan el dominio de sus defectos (algunos hasta muy queridos) para
explotar ese tesoro que viene en la esencia de cada persona. El ser humano
tiene características asombrosas, pero para mí la joya de la corona es su
capacidad para hacer el Bien. Cuando dejamos nuestro egoísmo, creamos una armonía
que redunda en el bienestar propio y el de los demás. Las personas dejaremos
nuestra miseria, nos liberaremos y seremos felices cuando descubramos y
explotemos ese tesoro. No puedo hacer que los otros cambien, pero trabajo en mi
propio cambio. El programa potenció la chispa a la que me referí antes, y ahora
es una llama que no quiero ver apagarse.
C.G.
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