El dolor y el enojo que produce las faltas que hayan cometido contra nosotros pueden ser tan intensos que dificultan perdonar. Que nos pidan ver ciertos eventos pasados sin sentir escozor emocional cuando nos han sacudido profundamente, puede antojársenos hasta ofensivo. ¿No es sensato sentirme mal y compensarlo deseando, y si es posible procurando la desgracia de quien me ha dañado? A fin de cuentas soy la víctima. No puedo dejar que el otro se salga con la suya. Todo lo contrario. Estoy dejando que el otro se salga con la suya prolongando la tortura que produce el resentimiento y vengarme va a empeorarlo. Ni que decir lo absurdo, aunque ya de por sí lo es, todo esto si mi resentimiento es contra alguien que no quiso hacerme daño o si la ofensa es solo producto de mi imaginación enferma por el ego.
Lo complicado que pueda resultarnos el perdón no es una excusa para no practicarlo. Aunque nos signifique mucho tiempo y esfuerzo, hay que llevarlo a cabo para liberarnos de un peso que además de incómodo, nos incapacita para alcanzar la tan anhelada recuperación. Si no perdonamos, nos convertimos en cómplices de aquellos por los que sentimos aversión. Perdonar no es minimizar el daño, ni excusar al que nos lo ha causado, ni una obligación de buscar la reconciliación sino tomarme un antídoto contra la ponzoña que me está robando la vida.
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