domingo, 30 de agosto de 2015

Una espina de pescado



Una deliciosa cena terminó en una amarga visita a la sala de emergencias. Sentí que una espina de pescado se me había quedado clavada en la garganta, y aunque la breve inspección que hizo una tía reveló que no había nada, por mi insistencia de que la sentía ahí, lo mejor fue ir al hospital para despejar las dudas. El médico corroboró que no había espina. Me explicaron que lo que sentía era un reflejo de la espina y que no había nada de qué preocuparse. Fue un alivio y hasta el dolor empezó a desaparecer.

Antes de que me atendieran, mientras mi mente de niño (tendría 11 o 12 años) se angustiaba como era costumbre anticipando lo peor, contemplaba a una muchacha llorar amargamente porque su papá estaba muy mal. Como fue hace tanto tiempo, no recuerdo claramente qué le había pasado, pero su vida estaba en entredicho. Lo que yo tenía no era nada comparado con lo que estaba pasando esa persona. Ella se me acercó a preguntarme cómo estaba y que si me dolía mucho la garganta. En medio de su enorme dolor, sacó algo de tiempo para consolar a otro. En ese momento no comprendí el valor de ese gesto tan generoso. Lo normal hubiera sido buscar que su propio consuelo y olvidarse de los demás. Cuando este recuerdo me vino a la cabeza, sentí la necesidad de compartirlo porque refleja esa solidaridad que he encontrado en los grupos de Doce Pasos.  El dolor nos ha llevado a buscar ayuda, pero también ha sacado lo mejor de nosotros y nos ha servido para ayudar a los demás. Sana en vez de dañar, como un veneno que se ha convertido en antídoto.

No quiero terminar sin también mencionar un reportaje que hizo un periodista sobre la mendicidad. Se disfrazó de mendigo para ver las reacciones de las personas. Hubo muchas y variadas reacciones, pero lo que a mí y supongo que a todos los televidentes nos conmovió, fue cuando un conocido mendigo con parálisis cerebral le dio dinero. Era muy poco, pero para él era mucho. Luego todo el dinero que recogió el periodista se lo entregó, ya sin disfraz, a este mendigo quien no quería aceptarlo porque decía que era demasiado.  Ante semejante acto de desprendimiento decidí llevarle también dinero y cuando llegué al lugar donde siempre estaba sentado, vi que muchísima gente tuvo la misma idea.
La generosidad nunca se queda sin recompensa.
 
C.G.

jueves, 27 de agosto de 2015

Todos somos valiosos

Unos años atrás, empecé con unos amigos una pequeña empresa. Tuvo bastante crecimiento pese a las enormes limitaciones que afrontamos. Sentía una gran frustración al ver el potencial de la empresa y no contar con los medios suficientes para darle el crecimiento que podía tener. Era como tener un tesoro que no se podía aprovechar. No estaba siendo subjetivo, porque otras personas fuera del negocio lo veían. Se tenía todo excepto el capital suficiente y esa falta de dinero nos llevó a tomar la decisión de incluir en el negocio gente que no conocía sobre él, lo que al final afectó nuestras fortalezas. Cambiar libertad por seguridad fue un golpe mortal. Todo se vino al suelo.

Cuando considero el potencial desperdiciado de la mayoría de las personas, siento esa misma frustración. Reconozco que me entristece mucho ver a la gente que no se trate ni sea tratada dignamente. El valor de cada persona es enorme y cuando veo limitadas sus capacidades para ser lo que todos podemos y debemos ser, vuelvo a tener esa sensación de ver tesoros enterrados que no son usados. Siento que estoy entre millonarios que viven miserablemente. Tiran sus diamantes para abrazarse a la basura. Y lo que es peor, ya están resignados a vivir así. Solo algunos pocos alimentan la chispa de rebeldía contra la esclavitud interior. Sueltan el dominio de sus defectos (algunos hasta muy queridos) para explotar ese tesoro que viene en la esencia de cada persona. El ser humano tiene características asombrosas, pero para mí la joya de la corona es su capacidad para hacer el Bien. Cuando dejamos nuestro egoísmo, creamos una armonía que redunda en el bienestar propio y el de los demás. Las personas dejaremos nuestra miseria, nos liberaremos y seremos felices cuando descubramos y explotemos ese tesoro. No puedo hacer que los otros cambien, pero trabajo en mi propio cambio. El programa potenció la chispa a la que me referí antes, y ahora es una llama que no quiero ver apagarse.

 C.G.

domingo, 23 de agosto de 2015

El dinero y la felicidad



Cuando creía que la felicidad era placer, dinero y felicidad eran sinónimos porque el dinero me permitía conseguir cosas que me daban placer. Tenía otra razón para creerlo. Veía a todas las personas buscarlo con desesperación y parecía que el máximo logro de alguien, era tener mucho acumulado. Y todavía mejor si gracias al desahogo económico, uno se entregaba a la pereza y se dedicaba solo al placer.

Viendo ahora que el acumular fortuna es un riesgo muy grande para mi integridad, y parece que para mucha gente, le pido a mi Poder Superior me ayude a tener lo que él considere necesario y que yo pueda manejar. En el aspecto material también necesito sobriedad.  La felicidad no proviene de cuánto puedo comprar sino de mis actos correctos. La vivencia del Bien es lo que me hace feliz. Creo que lo que dice la Sexta Tradición sobre los grupos aplica también para las personas, o sea que nuestro objetivo primordial es el espiritual. Nada debe distraerme de ese objetivo. Todo lo que soy y tengo debe servirme para mi crecimiento. De lo contrario es inútil y terminará perjudicándome. En la medida que viva los principios que me enseña en el programa y que creo están inscritos en la esencia de toda persona, aunque no todas se preocupan por seguirlos, seré feliz.

jueves, 20 de agosto de 2015

Tratando con los intratables

Bill W., cofundador de A.A., hacía esta oración cuando pensaba en personas que le habían ocasionada daño: "Dios, concédeme la serenidad para amar lo mejor de ellos y nunca temer lo peor". Donde la leí no lo explica, pero es evidente que lo que buscaba era no generar malos sentimientos contra ellas y mucho menos resentirse que es una actitud fatal y, en palabras de Bill, es lo que más lleva gente a la bebida.

No niego que se me dificulta lidiar con algunas personas. Por ejemplo, una vez tuve que trabajar junto a alguien con un gravísimo problema de ira que, como sospechaba, se debía a un complejo de inferioridad. Mi padrino me sugirió convertirlo en mi maestro de tolerancia. No funcionó. En ese momento mi tolerancia no daba para tanto y opté por relacionarme lo estrictamente necesario con él. Me mantuve a distancia, pero al comprender su condición de enfermo emocional, no llegué a guardarle rencor. Se dice que un libro no es tan malo como para no tener algo bueno y pienso que lo mismo aplica para la gente. Mi compañero de trabajo tenía aspectos positivos que dejaba aflorar y no negarme a verlos me ayudaba a ser comprensivo y no llenarme de antipatía hacia él.

Un psicólogo miembro de un grupo de 12 Pasos comentó en una charla en un grupo de A.A. que el 97% de la humanidad padece de trastornos emocionales. El dato me llamó la atención, pero viendo la situación del mundo, no me pareció exagerado. Con tanta gente enferma hay que echar mano de la tolerancia. Si espero a que toda se recupere para relacionarme con ella, tendré que quedarme encerrado en un cuarto toda la vida. Yo mismo nunca estaré 100% recuperado.  El Programa me ha ayudado no solo a comprender la deformación de nuestra naturaleza, que todos tenemos en menor o mayor medida, sino que nuestra esencia es el Bien y aunque a veces se opaca, todos tenemos muchas cosas buenas que debemos apreciar.  Cierto es que eso no debe dar pie a mantener una relación destructiva ni abrirle cancha a la permisividad, aunque sí debe servir para no beber el veneno del resentimiento. Independientemente de la locura de los demás, nosotros debemos mantenernos sanos. Si su opción es destruir por medio del egoísmo, la nuestra debería edificar usando el amor.

C.G.