lunes, 5 de enero de 2015

¡Alto ahí!

Como parte de mi inventario me he puesto a analizar por qué me ha costado tanto aprender a poner límites. Debo remontarme a mi niñez para encontrar una explicación. 

De pequeño era muy temeroso de los adultos y jamás me pasó por la cabeza defenderme. Tampoco contaba con la protección de mis padres, así que lo más natural para mí era ser el blanco de abusos. No podía limitar a los adultos, mucho menos a las figuras de autoridad porque eran incuestionables, tenían el “derecho” y no se podían enfrentar porque hubiera sido una actitud irrespetuosa. Había que callar y dejar que la gente me hiciera y dijera lo que quisiera porque yo llevaba las de perder. Lo que yo pensara o sintiera no valía: Los demás estaban antes que yo y fue como aprendí a anularme. Eso atrofiaba el desarrollo de mi autoestima. Si me veía forzado a poner un límite, daba muchas señales de apaciguamiento y procuraba minimizar el asunto para evitar un conflicto. En mis adentros, aunque eso no me servía de mucho consuelo, pensaba que esa era una actitud humilde y por lo tanto positiva. 

Sigo trabajando para vencer mi tendencia a dejar que los demás ignoren mis derechos.  Es mi deber poner límites claros, razonables y defenderlos con firmeza sin llegar a la insolencia. Mi permisividad no me hace una buena persona y contribuye a extender la injusticia en el mundo.

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