Como parte de mi inventario me he puesto a analizar por qué
me ha costado tanto aprender a poner límites. Debo remontarme a mi niñez para
encontrar una explicación.
De pequeño era muy temeroso de los adultos y jamás
me pasó por la cabeza defenderme. Tampoco contaba con la protección de mis
padres, así que lo más natural para mí era ser el blanco de abusos. No podía
limitar a los adultos, mucho menos a las figuras de autoridad porque eran
incuestionables, tenían el “derecho” y no se podían enfrentar porque hubiera
sido una actitud irrespetuosa. Había que callar y dejar que la gente me hiciera
y dijera lo que quisiera porque yo llevaba las de perder. Lo que yo pensara o
sintiera no valía: Los demás estaban antes que yo y fue como aprendí a
anularme. Eso atrofiaba el desarrollo de mi autoestima. Si me veía forzado a
poner un límite, daba muchas señales de apaciguamiento y procuraba minimizar el
asunto para evitar un conflicto. En mis adentros, aunque eso no me servía de
mucho consuelo, pensaba que esa era una actitud humilde y por lo tanto
positiva.
Sigo trabajando para vencer mi tendencia a dejar que los demás
ignoren mis derechos. Es mi deber poner
límites claros, razonables y defenderlos con firmeza sin llegar a la
insolencia. Mi permisividad no me hace una buena persona y contribuye a
extender la injusticia en el mundo.
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