Crecí en una sociedad chismosa. Lo típico era
llegar a una casa y escuchar comentarios sobre la vida de otras personas. Y la
charla se tornaba más amena si se hablaban de los defectos de los demás. Me
pareció muy natural andar contando las acciones de los otros, verificadas o no,
y se me contagió la malicia de recrearme con sus fallas.
Al entrar al grupo
aprendí el gran valor de la discreción. El programa, nomás de primera entrada,
me enseñaba a disciplinar el arma más peligrosa con la que contaba y que me
había metido en muchos problemas: la lengua. Violar esa disciplina era traerme
al suelo la base espiritual de los principios que me sanarían. En otras
palabras, no me sanaría si no me dominaba. Al escuchar a mis compañeros y
compañeras hablar los comprendí profundamente. En otro tiempo a una compañera
codependiente la hubiera catalogado de "vieja tonta" o a un compañero
con problemas de ira como "desgraciado". Muchas fallas de las que criticaba
eran el resultado de graves problemas emocionales y al entenderlo, me volví más
compasivo y tolerante.
Menos que nunca, ahora no puedo hablar mal de otros. Sus
acciones pueden ser censurables y quizá sea necesario contenerlas pero no puedo
murmurar contra ellos. En el grupo sé que puedo abrirme con confianza y los
demás tienen que contar con esa seguridad. Mi grupo puede esperar de mí apoyo y
respeto ¡Ay de mí si no se los doy!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Le sugiero dejar su comentario usando la opción Anónimo