La vida, nos guste o no, no siempre se acomodará a
nuestro gusto y más bien tendremos que acomodarnos a ella. El cambio es
constante y aunque tengamos un rumbo trazado, nada nos garantiza que todo
saldrá de acuerdo a lo planeado. La decepción es una expectativa frustrada. Al
entender que nuestro estado anímico no depende de los que suceda externamente
sino de cómo nos tomamos las cosas, nuestro temor a que las cosas no ocurran
como esperábamos va disminuyendo.
La aceptación, el abrirnos a la realidad sin
ponerle resistencia independientemente de lo que sintamos sobre ella y nos
convierte en colaborares de lo inevitable, nos proporciona la serenidad para
vivir en un mundo que se caracteriza por los imprevistos. No creo que ninguna
persona no genere expectativas. Lo que sí es posible es no comprometerse
emocionalmente con ellas. No puedo comprar un boleto de lotería y llenarme de
frenesí por el premio que voy a ganarme, ni comprarlo lleno de tristeza porque
de seguro voy a perder. El triunfalismo y el fatalismo no me convienen. Confiado en que Dios tiene todo en sus manos,
solo esperaré el resultado que siempre será a mi favor.
El éxito y el fracaso,
esos impostores como les dijo Rudyard
Kipling, son percepciones subjetivas que suelen permutarse. Son relativos
así como la buena o la mala suerte. Si verdaderamente puse mi vida y mi
voluntad en manos de un Poder Superior y me he dispuesto a obedecerle, puedo
estar seguro que pase lo que pase es lo
mejor ¿Cómo no vivir tranquilo así?
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